jueves, 30 de mayo de 2013

Capítulo noveno: Una sorpresa inesperada


Habían pasado tan solo tres semanas desde que me colara en casa de los vecinos, y ya apenas me quedaba comida de nuevo. Era hora de saquear otra casa, de todas formas estar siempre encerrado iba a acabar por consumirme, necesitaba un cambio de aires. No sabía cuánto tiempo iba a durar el dichoso apocalipsis, pero desde luego pensaba resistir hasta que las fuerzas me abandonasen. Lo quería hacer por Ana, por Roger y por todo el maldito mundo muerto o convertido en uno de aquellos seres. Cualquiera de ellos hubiera dado lo que fuera por encontrarse en mi situación y yo no iba a desperdiciarla. Recogí la escalerilla del balcón y la llevé hasta una de las ventanas traseras de la casa. Repetí el proceso y me colé en la nueva vivienda. Ésta pertenecía a una familia de japoneses bastante reservados, habia intentado comenzar un dialogo con ellos para conocernos mejor, pero no habia habido mucho feeling. Al parecer el progenitor trabajaba como representante de una conocida marca japonesa de coches y habían venido a vivir aquí hacia solamente un año, vivia con su mujer y su hijo adolescente. Como de costumbre revisé la casa, solo que esta vez, la suerte no me sonrió.
Entré directamente por la habitación de matrimonio, decorada sin duda para que recordara a su antiguo país. Continué por el pasillo y abrí otra puerta, ésta daba a una habitación bastante más moderna, con posters de grupos de música asiáticos que no conocía de nada y una guitarra eléctrica Fender Telecaster de color turquesa con algunos signos de desgaste en la pintura colgada de la pared. Caminé hacia dentro de la sala y la puerta se cerró lentamente tras de mí. Me giré alarmado aunque suponiendo que sólo habría sido un golpe de viento, pero me equivoqué. Un chico joven que reconocí como el hijo de la pareja se interponía ahora entre la puerta y yo. No tendría más de quince años, iba vestido con unos pantalones tejanos anchos y una camiseta negra con la imagen de otro de esos grupos de música. Antes de que pudiera reaccionar, el muchacho comenzó a caminar hacia mí. Retrocedí un par de pasos y tropecé con la cama rodando por encima de ésta. El muchacho continuó caminando hacia mí a mayor velocidad y cayó sobre el colchón torpemente al intentar alcanzarme. Lo tenía claro era él o yo, y después de que la infección me hubiera arrebatado al gran amor de mi vida, estaba más motivado que nunca. No llevaba conmigo ninguna de las dos armas de fuego porque sabía que si las disparaba, esa zona se llenaría de miles zombis en pocos minutos, una cosa era un sonido de cristales rotos y otra muy distinta el estruendo de una escopeta en el interior de una habitación. Agarré el pacificador con fuerza e intenté golpear al muchacho, que con una asombrosa agilidad probablemente fruto del azar, esquivó el golpe haciendo que el bate se clavara en el cabecero de la cama. Antes de poder sacarlo haciendo palanca, el chico intentó morderme, así que lo dejé donde estaba y retrocedí un par de pasos más. El muchacho consiguió atravesar el colchón y cayó al suelo. Antes de que se pusiera en pie lancé el cuchillo de carnicero contra su cuello varias veces y logré partirle la espina dorsal consiguiendo que se desplomara sobre el suelo nuevamente. Aunque el cuerpo ya no se movía, su mandíbula dibujaba espasmosos y silenciosos bocados al aire. Cogí la guitarra que colgaba de la pared, y destrocé su cráneo consiguiendo por fin matar a la criatura definitivamente. En el brazo ahora inmóvil, tenía un vendaje provisional hecho probablemente por él mismo. Seguramente había logrado el voto de confianza de sus padres para quedarse solo en casa y por desgracia alguien le había mordido. De todas formas seguramente sus padres permanecerían en el mismo estado allá donde estuvieran. Me senté en la cama y vomité el desayuno. Ya era repugnante verlos o matarlos desde la distancia, pero mutilar a un chico con un cuchillo de carnicero sin duda era muchísimo peor. Después de casi veinte minutos de malestar incontrolable arranqué el bate de la cama y continué escaleras abajo con un inusual temblor de piernas.
No había duda, los miembros más adultos de la familia habían decorado la casa con un carácter puramente tradicional. Parte del suelo estaba cubierto por tatami, había una mesita del té en una de las esquinas, muebles coloniales, un pequeño bonsái en flor marchito expuesto en un cubículo adyacente a la habitación e incluso una katana colgada de una de las paredes. Descolgué la katana suponiendo que sería una de esas vulgares imitaciones baratas que vendían en los bazares, pero el sonido al desenvainarla me sacó de mi error. El filo de la espada era de acero completamente negro con ondulaciones provocadas por el proceso de forja, la empuñadura era negra con una diminuta pieza de lo que parecía ser un dragón representado en oro y un característico cordaje morado en zigzag que rodeaba la empuñadura y sujetaba la pieza a ésta. Lancé un par de cortes al aire y la volví a envainar, definitivamente este instrumento tenía más glamour que mi pacificador casero. La até a mi cinturón y contento hice una pequeña reverencia en señal de agradecimiento a quien fuera que la hubiera puesto en ese lugar y continué mi búsqueda. El resultado de alimento no fue todo lo satisfactorio que hubiera querido pero podría sacarme del apuro. Conseguí varias chocolatinas, algunas salsas, fideos de sobre, algunas algas para hacer sushi y unos cuantos paquetes de arroz. Volví de nuevo a mi casa con el saqueo del día y continué mi amarga existencia.

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