miércoles, 29 de mayo de 2013

Capítulo sexto: ¿Por qué a mí?


Había dormido el resto del día y buen parte de la noche. Últimamente dormía bastante, seguramente para evitar enfrentarme a la cruda realidad en la medida de lo posible. El día se había levantado con una neblina densa y nívea que acariciaba húmedamente el asfalto. Este hecho junto a los zombis deambulando por la calle parsimoniosos me recordó en gran medida al vídeo clip del difunto Michael Jackson, “Thriller”. Fijé mi mirada en la casa de los vecinos, y pude ver a uno de los críos caminando torpemente por el jardín. La única que parecía no haberse convertido en uno de ellos era la abuela que ahora se consumía dentro del vehículo. Bajé al salón, me preparé el desayuno y encendí la televisión. En Telecinco estaban emitiendo la segunda parte del reportaje de la B.H.S.U. que habían interrumpido  por la explosión nuclear en China, seguramente ya lo habrian repetido otras tantas veces en el transcurso del dia. Al parecer, la unidad de investigación había diseñado una rudimentaria arma que se podía fabricar con materiales caseros destinada a defendernos de los zombis en caso de amenaza. Lo habían bautizado como “The Peacemaker” –El pacificador- y consistía en un palo rodeado en uno de los extremos por varios pinchos largos. Se podía fabricar a partir de una barra metálica con varios cuchillos soldados, una pequeña biga de madera con tornillos largos o un bate de beisbol con clavos en la punta. Este último modelo fue el que yo elegí. La idea era simple pero muy útil, con varios pinchos en uno de los extremos era fácil que alguno de ellos alcanzara el cerebro y destruyera al zombi. Bajé al garaje, cogí un martillo y varios clavos que me habían sobrado de tapiar puertas y ventanas, y los monté sobre un viejo bate que había pintado de negro y plata hacia años, con cuidado de no hacer mucho ruido amortiguando el trabajo con trapos y toallas. De repente el teléfono sonó escaleras arriba, subí corriendo antes de que algún muerto viviente se percatara del sonido y comenzara a aporrear la puerta de entrada al jardín. Era Ana.
-¿Qué tal va todo por ahí? –Me preguntó Ana
-No voy a mentirte, esto se ha convertido en el mismísimo infierno, pero tranquila yo estoy bien.
-Me alegra oírlo, ten cuidado por favor. Dijo sollozante.
-¿Y tú qué tal?
-Pues últimamente no muy bien. Cada vez hay más casos por la zona. Mi padre ha salido hace un rato a comprar provisiones.
-¿Está loco?
-No nos ha querido hacer caso, decía que si no teníamos provisiones cuando llegara el momento, no resistiríamos. De todas formas se ha llevado su escopeta de caza, ahora todo el que tiene armas, las saca a la calle. Los pocos policías que quedan no parecen entrometerse.
-Bueno, no te preocupes todo saldrá bien.
Después de casi media hora nos despedimos y preparé la comida. Subí de nuevo a la terraza e intenté estudiar a mis cadavéricos compañeros. Siempre escondido, siempre en silencio.
Sólo hacia seis días que permanecía prisionero en mi propia casa y ya me faltaba el oxígeno. Con una simple vuelta de diez minutos por la urbanización me hubiera conformado, pero ese era un lujo que no estaba a mi alcance, no si no quería terminar devorado vivo. Baje por enésima vez al salón y desayuné como solía hacer. Encendí el televisor y zapeé entre los tres canales que aún emitían en busca de alguna novedad. Después de un par de horas, la novedad apareció. Ya lo decía mi difunto padre, vigila con lo que desees porque a veces se hace realidad. Otra tragedia azotaba a China de nuevo. Al parecer el gobierno de Hu Jintao no se había amedrentado con las futuras represalias por parte de los Estados Unidos y la ONU y había vuelto a lanzar una de sus bombas sobre Shanghái. Esta vez ya no había reporteros ni enviados especiales para retransmitir las imágenes. No quedaba otra que fiarnos de la palabra del ya agotado y desvencijado Matías Prats y sus informantes. Aunque las cifras habían sido muy similares a las de Pekín, mi reacción esta vez fue mucho más fría. En menos de una semana me había acostumbrado a vivir con la muerte detrás de la esquina. Me apené por todos los inocentes que habían muerto pero comprendí, que el resultado en caso de no hacer nada hubiera sido muy similar. Me di una ducha y practiqué con el arco como de costumbre. Subí a la terraza y me quedé embobado mirando al cielo y a los pájaros volando en él. Un agudo sonido llamó mi atención, era el teléfono que estaba sonando. Metí la mano en el bolsillo y descolgué lo más rápido que pude.
-¿Sí? –Dije con un susurro.
-¿¡Cariño!? –Se oyó gritar desde el otro lado del auricular.
-¿Qué pasa, qué son esos ruidos?- Le pregunté en voz baja inquieto.
-Mi padre… se ha convertido en uno de ellos.
-¿Qué? –Dije esta vez con un tono mucho más elevado.
-No sé cómo, sólo sé que se ha despertado hace un rato y ha atacado a mi madre –Me explicaba Ana entre sollozos y lágrimas.
-¿Y tu hermana? –Le pregunté con el corazón apunto de salírseme del pecho.
-Mi madre la ha atacado. La última vez que la he visto estaba sangrando por el cuello encima de su cama.
-¿Dónde estás tú ahora?- Le pregunté impotente.
-En el cuarto de mis padres, he bloqueado la puerta con un armario pero no tardaran mucho en derribarla con esos golpes.
De repente, los golpes se intensificaron. Probablemente su hermana se había transformado ya y ahora los tres aporreaban desincronizadamente la puerta.
-¿Donde está la escopeta de tu padre?
-Creo que aquí, debajo de la cama.
-¡Cógela y mira si está cargada! – Le dije intentado lo único que podía salvarla.
-Sí.
-Ya sabes lo que debes hacer, esa ya no es tu familia. Repite conmigo, ésta no es ya mi familia, ¡repítelo!–Dije esperando que ese mantra le sirviera y suplicando para que no flaqueara en el último momento.
-Ésta ya no es mi familia. –Dijo ella estremecida.
Un fuerte golpe me indicó que ya habían derribado la puerta.
-¡AHORA! –Le grité enérgicamente.
Dos atronadores disparos se escucharon por el auricular. Esta era mi chica, había conseguido anteponerse a la trágica situación.
-¡Muy bien cariño!
-¡Lidia, para no te acerques más!- Dijo Ana con voz de pánico.
-¡Dispara de nuevo! –Le grité por el auricular.
-Nnno…no quedan más cartuchos… -Me dijo ella presa del pánico.
-Corre, ¡levántate y corre! –Le grité yo impotente al otro lado del auricular.
(Ruidos de cristales, chillidos ininteligibles, lloros y gritos de Ana…)
-¡Te quiero! –Escuché débilmente entre ruidos al otro lado.
-¡Yo también te quiero! –grité con la esperanza que ella me oyera y pudiera llevarse ese recuerdo al más allá.
Después de eso, silencio, tan solo apagado por un leve gruñido lejano. Dejé caer el teléfono y éste se partió haciendo saltar sus pilas recargables por los aires. Me arrodillé ante el balcón con el rostro cubierto de lágrimas y me quedé pensativo sin saber qué hacer, en estado de shock, abatido como nunca ates, ni con la muerte de mis padres habia estado, simplemente yo también morí.
Por lo visto, un par de zombis habían oído mis gritos y habían acudido en busca de carne fresca. Me levanté y los miré con los ojos llenos de dolor, pero sobretodo de ira y frustración. Ellos en cambio, me miraron con cara de satisfacción, pues al fin habían encontrado una presa a la que hincarle el diente después de varios días. En aquel momento, no me importaba ya que entraran, había perdido la única cosa en el mundo que realmente me importaba y quería irme con ella. Pero antes iba a pelear. Me iba a llevar a tantos de esos demonios de vuelta al inframundo como me fuera posible. Cogí el arco que ésta vez sí, llevaba conmigo y disparé hacia a uno de ellos. La flecha pasó de largo e impacto contra la puerta trasera del coche azul empotrado en el muro de la casa de enfrente, atravesándola y alcanzando a la ya putrefacta anciana de su interior. Cargué de nuevo el arco pero esta vez me sequé las lágrimas de la cara para poder apuntar mejor y tomé aire mientras apretaba los dientes con fuerza. La flecha se clavó en el omóplato de uno de ellos sin provocarle ningún dolor aparente. La rabia me consumía por dentro, con cada tiro fallado mi impotencia por no haber podido salvar a Ana crecía. Tensé el arco por tercera vez, lo tensé tanto que sentí como la cuerda penetraba mi piel y faltó poco para que se rompiera. Tome una larga y profunda bocanada del aire, mantube la respiación y disparé. La flecha impactó con tanta velocidad en el cráneo del no muerto, que sólo las pequeñas plumas que estabilizaban el proyectil habían evitado introducirse dentro de su cabeza por completo. El maldito zombi se desplomó sobre el suelo golpeando su cabeza contra el asfalto y provocando que gran parte de la flecha saliera nuevamente por el orificio de entrada. Cargué el arco por cuarta y última vez y disparé. La saeta se introdujo por la cuenca ocular del otro no muerto derribándolo con el mismo impacto. Dejé el arco sobre la mesa de cristal que adornaba la terraza y me metí dentro intentando asimilar la situación. Después de casi veinte minutos de ansiedad llorando sobre la cama, me dirigí al baño y sin pensarlo demasiado me tomé un puñado de pastillas para el insomnio en un intento de acabar con mi sufrimiento y frustración.

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