martes, 4 de junio de 2013

Capitulo Decimoquinto: Una nueva misión


Como nos había prometido Antonio Aguilera, al amanecer del tercer día un par de soldados vinieron a buscarnos para encomendarnos nuestra primera misión como soldados de la milicia. Íbamos en el mismo grupo que Jonathan y Dani, por lo que ellos también eran parte de la misión. Fuimos a desayunar y nos reunimos en el parking subterráneo junto con un grupo de ocho soldados, y salvo Héctor, que era uno de ellos, no conocíamos a ninguno más. Después de una más que escueta presentación, sin demasiado entusiasmo, un par de hombres subieron a dos pick-up que estaban aparcadas esperando nuestra marcha. El resto, subimos a ellas seguidamente, y salimos del garaje. Después de dos días de relativa seguridad, el olor a muerto volvió a sumergirnos en la realidad.
-Bueno chicos. Sé que volver a la acción no es lo que más os apetecería en este momento, pero no tenemos muchas más opciones. –Dijo Héctor dirigiéndose a nosotros. – El resto, ya sabéis como va esto. Hay un par de supermercados que no han sido saqueados. Nuestra misión es ayudar a un camión del ejército que ya se encuentra allí. Nuestra única tarea hoy es esperar a que despejen los dos locales, y ayudarles a cargar las cajas en el camión. Solo eso, hoy, estamos de suerte.
-Vaya lástima. Yo quería cargarme a algunos de esos bichos antes de la cena. –Dijo el idiota de Jonathan.
-Estoy seguro de ello. –Dijo Héctor sin hacerle mucho caso.
Poco después de que Héctor acabara de explicar la misión, los primeros zombis empezaron a hacer acto de presencia.
-Tranquilos. En pequeños grupos no son un problema. A menos que nos quedemos sin gasolina, claro está. -Dijo Héctor despreocupado.
-Vale, estamos llegando. -Dijo el hombre encargado del mapa.
Menos de diez segundos después de que el hombre pronunciara las palabras, un par de ráfagas de disparos se escucharon en la distancia. Los dos pilotos de las camionetas aceleraron el paso y se dirigieron al origen de los disturbios, que como era de esperar, estaban en el mismo lugar que nuestra misión.
 Aparcado sobre la acera se encontraba un enorme camión militar de color verde, con una lona a juego que tapaba la parte trasera del vehículo. Subidos en ella resistían un par de soldados muertos de miedo evitando con sus armas que los zombis subieran al camión. Antes de que pudiéramos acercarnos más, uno de los zombis se desmarco del resto de la muchedumbre, agarrando a uno de los soldados por el tobillo, haciéndole perder el equilibrio y caer al duro asfalto. Antes de que pudiera levantarse, y ante la atónita mirada de su compañero, que había dejado ya de disparar, un grupo de zombis se abalanzó sobre el muchacho mordiendo cualquier pedazo de carne al que pudieran acceder.
-Joder, como de costumbre, hay problemas. –Dijo uno de los hombres más mayores del grupo.
Continuamos la marcha hasta estar a menos de quince metros de los zombis. El conductor tocó el claxon levemente, para alertar a los sujetos que se encontraban asediando al camión. El plan surgió efecto, y como si les hubiéramos llamado por el nombre, los que no estaban devorando al pobre muchacho se giraron en nuestra dirección.
Sus cuerpos putrefactos y rojizos comenzaron a tambalearse hacia nosotros al tiempo que Héctor ordenaba a todos los milicianos desplegarse y atacar cuerpo a cuerpo. Después de todo, necesitábamos sacar las provisiones del lugar y más disparos iban a hacernos un flaco favor. Albert y yo nos mantuvimos en la retaguardia, por orden expresa de Héctor. Los demás milicianos comenzaron a golpear a los zombis con los pacificadores y algún que otro cuchillo largo, mientras nosotros, desenvainábamos solo por si acaso. Los golpes huecos resonaban en la calle junto con los guturales sonidos de los zombis y los resoplidos de cansancio de nuestros compañeros. Cuando apenas quedaban media docena de zombis, Héctor nos toco en el hombro y nos dio la señal para demostrar de lo que estábamos hechos mientras algunos de los milicianos se dispersaban, recorriendo la calle de arriba abajo y terminando con los pocos zombis que se acercaban alertados por los disparos. Con bastante miedo, nos aproximamos a un par de hombres de mediana edad. Uno de ellos aun tenía un trozo de carne en la boca, que masticaba casi mecánicamente. Sin pensarlo mucho lancé la katana contra su cuello, dejando buena parte de éste seccionado. Definitivamente me faltaba práctica. Un hombre experimentado hubiera decapitado al hombre sin problemas. De nuevo y tras dar un par de pasos hacia atrás, volví a lanzar otro estoque, solo que éste directamente en el cráneo, acabando al fin con el sufrimiento de aquel pobre engendro. Albert por su parte bateó con todas sus fuerzas al otro hombre, fulminándolo sin más dificultad. Continuamos con los dos más cercanos mientras la mitad del grupo entraba a despejar y saquear el supermercado.  La misión hasta el momento parecía bajo control, al menos por nuestra parte. El muchacho superviviente de la masacre del camión permanecía agazapado cerca de una de las ruedas traseras mientras uno de los milicianos le examinaba en profundidad comprobando que no tuviera ninguna pequeña herida provocada por los zombis. Después de apenas un par de minutos de espera, varios milicianos arrastrando carritos de la compra empezaron a salir del supermercado. Los carros estaban llenos hasta arriba de alimentos, y de algunos elementos necesarios como jabón, papel higiénico, etc.
Sin mayor dilación empezaron a cargarlos al camión, mientras otros milicianos se adentraban en el interior. Después de la tercera entrada, nos toco el turno a Albert y a mí, acompañados de nuestros encantadores compañeros de habitación. Cogimos los carros y cruzamos el umbral de la puerta perdiendo la visión durante un par de segundos por el cambio de luz. Una vez adaptados, seguimos a Jonathan y Dani hasta uno de los pasillos iluminados con linternas de pie y empezamos a cargar. Apenas tardamos un par de minutos en llenar el carro hasta los topes, y seguimos hasta la salida. De momento todo parecía extremadamente fácil teniendo en cuenta que nos enfrentábamos a la mayor amenaza que la raza humana había conocido. Una vez en el camión descargamos el contenido del carrito como los otros milicianos habían hecho antes que nosotros, y nos quedamos nuevamente fuera esperando más intrusos. Apenas unos segundos después de que los últimos milicianos se adentraran en el supermercado, uno de los nuestros apareció de una calle paralela. Llegó hasta Héctor, y le susurró algo al oído. De repente la cara de éste cambio.
-Chicos, me informan de que una horda de casi doscientos zombis se acerca hacia aquí, hora de irnos.
Al escuchar esto, la cara de sorprendente tranquilidad de la mayoría de milicianos desapareció, dejando paso a una histeria colectiva. Jonathan y Dani nos apartaron de un empujón y volcaron el carro en el interior del camión sin demasiado cuidado. Inmediatamente, los milicianos que se habían adentrado en el supermercado, salieron como alma que lleva el diablo del local, con el carro apenas a un cuarto de su capacidad. Antes de llegar al camión, uno de ellos tropezó haciendo caer el carro con él y esparciendo los pocos alimentos que habían podido conseguir por el oscuro asfalto teñido de sangre. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, el resto de milicianos subió a las furgonetas y al camión dispuestos a salir de allí pitando. Después de un buen grito de Héctor llamando nuestra atención, nosotros también nos pusimos en marcha y subimos a una de las furgonetas. Todos estábamos ya subidos cuando los primeros zombis empezaron a aparecer de la calle de al lado. Todos menos el miliciano que había tropezado y caído con el carro. Éste, seguramente avergonzado por haber tirado algo tan esencial, se apresuraba a cargar lo que podía coger entre sus brazos y a lanzarlo dentro del camión, mientras el resto del grupo le gritaba para que subiera a alguno de los vehículos. Para cuando hubo acabado de recogerlo todo, los zombis estaban casi a su lado, Héctor hizo un gesto, y a su orden, todos empezaron a disparar hacia la masa de cadáveres andantes. Las balas hicieron mella en la primera fila, pero no tardaron en quedarse cortas ante tal avalancha. El hombre por fin recapacitó y esprintó hacia el camión, que ya se movía hacia el resto de furgonetas para salir del lugar. Pero ya era tarde. Uno de los zombis consiguió agarrar al hombre por la camiseta, y adentrarlo en la masa cadavérica para devorarlo junto a sus compañeros. Cuando los primeros gritos de desesperación y dolor salieron de aquella masa de cadáveres, Héctor hizo un nuevo gesto y los vehículos comenzaron a moverse ordenadamente para abandonar el lugar.
-Primera lección chicos. La seguridad por encima de todo. –Dijo Héctor abatido.
-¡Y la próxima vez, cuando oigáis la frase horda de zombis, no os quedéis parados como si nada de eso fuera con vosotros! –Dijo un sabiondo Dani.

Capítulo decimocuarto: Un nuevo hogar


El viaje fue corto. Lo que a pie hubieran sido algo más de dos horas, en coche apenas fueron unos minutos. Después de dejar la ronda, nos metimos en la ciudad, bastante cambiada desde la última vez que estuve allí.  Gran Via 2 habia pasado de ser un centro comercial donde parejas alegres y familias paseaban y compraban cosas, a una fortaleza improvisada.
Las entradas y cristaleras del piso inferior que daban acceso a la calle habían sido sustituidas por ladrillos y hormigón para impedir el avance de los zombis. Un pequeño foso rodeaba buena parte del centro comercial y separaba el edificio del acceso a la calle. Multitud de trincheras hechas con alambre de espino y sacos de arena rodeaban la zona y hasta un par de andamios convertidos en torres de vigía preservaban el perímetro gracias a algunos militares apostados en ellos con rifles de precisión.
Lo realmente sorprendente de todo es que apenas había zombis deambulando. La mayoría de ellos estaban tendidos en el suelo, solos, o amontonados y calcinados en una glorieta cercana. Algún disparo ocasional se escuchaba aquí y allá, pero una extraña paz rodeaba esa zona de la ciudad. Nos dirigimos a una de las entradas del parking subterráneo fuertemente protegida por militares, hombres vestidos de calle y lo que a juzgar por lo que había visto en las noticias semanas antes, miembros de la B.H.S.U.
Al vernos acercarnos, un soldado levantó la mano permitiéndonos el paso.
-¿Nuevos, eh? –Preguntó fugazmente el soldado mientras pasábamos por su lado.
Aparcamos el coche salpicado de sangre en una plaza vacía del parking y bajamos del pick-up. Seguimos al grupo de milicianos aún asombrados, hasta la planta superior y acabamos en lo que antes del apocalipsis era una pequeña parafarmacia.
-Yo me quedo con los nuevos, vosotros podéis ir a descansar un rato, nos veremos luego. –Dijo el cabecilla al resto del grupo.
Definitivamente el centro comercial también había cambiado por dentro. Las tiendas se habían convertido en habitaciones y los escaparates de éstas habían sido tintados de negro para dar algo de intimidad a las salas, aunque a pesar de ello muchas tenían las puertas abiertas. Varios soldados caminaban de arriba abajo atareados en sus propios asuntos, algunos en ropa interior o toalla. El suelo permanecía relativamente limpio y en algunos locales, se habían colgado pancartas improvisadas identificando de qué se trataban. Al parecer nos habían llevado hasta lo que parecía ser la enfermería. Entramos y una chica se acercó a nosotros. Era la primera chica que había visto hasta el momento en toda la base.
-Me he percatado de que tienes una herida en la pierna, será mejor que te la curen para que no se te infecte, no vamos precisamente sobrados de antibióticos.
-Hola…umh ¿Héctor, no? –Dijo la chica pensativa.
-Sí. –Dijo él escuetamente con una sonrisa.
-¿Que querías?- Preguntó la chica.
-Necesitaría asistencia para este chico, parece que tiene una herida en la espinilla.
-¿Cómo te la has hecho? –Preguntó amablemente la chica.
-Me alcanzó un perdigón ayer, es una larga historia. ¿Alguien podría sacármelo?
-Claro, yo misma puedo hacerlo, el doctor está con otro paciente más grave. Ven, túmbate en esta camilla.
Seguí sus instrucciones y me tumbé en la camilla mientras ella se lavaba las manos, se colocaba unos guantes y cogía una bandeja de aluminio con instrumental quirúrgico. Héctor, al que había perdido de vista vino con una botella de vodka.
-¿Y esto es para desinfectar la herida?- Pregunté yo sonriente.
-No, te la desinfectará con alcohol, esto es para que bebas, no vamos bien de anestesia y para heridas poco graves como la tuya, nada como un buen trago.
-Gracias pero ahora no me apetece demasiado. –Rechacé yo cortésmente.
-Como quieras. –Respondió él sonriente, sabiendo algo que yo desconocía.
La chica se sentó en un pequeño taburete con ruedas y me hecho algo de alcohol en la herida. El líquido se convirtió casi inmediatamente en espuma. El escozor no era agradable pero podía soportarlo. La chica untó entonces un algodón con algo de yodo y lo puso sobre la pequeña  herida. Con un acto reflejo la retiré por el picor, pero inmediatamente volví a colocarla. Entonces, cogió unas pinzas de la bandeja y la aproximó a la espinilla. Antes de que pudiera meterlas más adentro retiré la pierna y esta vez no la volví a colocar.
-Pásame el vodka, por favor. –Le dije al sonriente Héctor.
-Toma. –Dijo él.
Metí un profundo trago a la botella, que traspasó mi garganta como aceite hirviendo y me mentalicé para que me sacaran la pequeña bola de plomo alojada en la pierna. La chica volvió a introducir las pinzas y en pocos segundos consiguió extraer a mi invasor compañero de viaje y dejarlo sobre la bandeja con un sonoro clinck. En pocos minutos y tras unos cuantos tragos más la herida ya estaba cosida y vendada. Me incorporé de nuevo y bajé de la camilla mareado ya por el alcohol.
-Ya que estamos aquí pídele un poco de pomada para el mordisco del brazo. –Sugirió poco acertado Albert.
Al oír la palabra mordisco, Héctor desenfundó la pistola que llevaba colgada y me apuntó a la cabeza antes de que ni siquiera pudiera parpadear. La chica se echó atrás con un impulso y rodó con el taburete en dirección opuesta.
-¿Te han mordido? –Preguntó tenso Héctor mientras aparecían por las puertas un par de soldados uniformados alertados por el ruido.
-¡Sí, pero tranquilo, no estoy infectado, no traspasó la chaqueta!– Dije yo lo más rápido que pude, acojonado y sentado todavía en la camilla, con las manos en alto.
-Déjame ver el brazo. –Dijo la chica, visiblemente más tranquila.
Me quité la chaqueta con cuidado, le mostré el mordisco y esperé a ver cuál era el veredicto. La chica respiró aliviada y se dirigió al interior de la tienda.
-No pasa nada Héctor, no está infectado. –Dijo mientras se alejaba.
-Chico, casi te vuelo la cabeza. Decir mordisco en los tiempos que corren es como gritar ¡bomba! en el interior de un avión. –Dijo Héctor recobrándose del sobresalto y enfundando el arma.
-Albert, casi haces que me maten. ¡Otra vez! –Respondí aliviado.
-Lo siento. –Se disculpó él.
La enfermera volvió a aparecer con un pequeño tubo de pomada y me aplicó un poco del ungüento sobre el feo moratón.
-La inflamación remitirá mañana. Ya podéis iros. –Dijo ella.
Después del susto, dejamos la enfermería y seguimos a Héctor hacia un nuevo destino. No tardamos en llegar a otro de los comercios rehabilitados. En él había otro pequeño panel hecho a mano donde ponía “Despacho de la milicia”. Entramos y encontramos sentado en un improvisado despacho tan solo amueblado con una enorme mesa de caoba y una silla de ruedas negra, a un hombre de cuarenta y pocos que nos dio la bienvenida.
-Es un placer ver nuevas caras por aquí. Me llamo Antonio Aguilera. Soy el encargado de reclutamiento de la milicia.
-Están más perdidos que todo eso, Toni. A estos les encontramos en mitad de la ciudad, apenas tienen idea de que ha pasado estas últimas semanas. –Respondió Héctor.
-Vaya por Dios. Bueno, pues a grandes rasgos, esta es una de las pocas zonas que permanecen intactas tras la infección en todo el país… bueno, será mejor que os sentéis.
Albert y yo tomamos asiento rápidamente esperando que por fin alguien nos diera una buena explicación. Fuese la que fuese.
-Como os decía, somos de las pocas zonas que quedan ya en pie. ¿Dónde os quedasteis?
-Nos dejó de llegar información cuando las cadenas dejaron de emitir, de eso hace ya varias semanas. –Respondió Albert.
-Pues siento deciros que desde entonces no han habido demasiadas buenas noticias. Después del apocalipsis, la mayoría de gente se dirigió a las bases civiles a refugiarse, y en menor medida a las bases militares para tomar parte en la milicia. Ese fue el caso de Héctor y mío. Los dos éramos policías, y después de que… de perderlo todo, decidimos devolverles un poquito a esos malditos zombis.
Al principio había varios cientos de bases civiles y militares disgregadas por todo el país. Algunas en centros comerciales, otras en zonas seguras de la ciudad, etc. El plan de protección de las bases fue excelente. En solo un par de días se prepararon todas las bases como ésta para resistir un posible asedio zombi. El problema llegó con la masificación de personas en los refugios. Algunas de ellas estaban infectadas, aunque no presentaban síntomas ni heridas, de hecho, muchas de ellas seguramente ni lo sabían. Algunas se habían infectado por besar a su pareja infectada, otros se habían infectado con la saliva producida por un estornudo de alguien que ni tan siquiera sabía que estaba infectado, etc. Los brotes empezaron a sucederse, y aunque eran bastantes se erradicaban con bastante éxito. Pero ya sabéis, un solo brote fructífero es suficiente para terminar con una base entera. Eso es lo que le pasó a la mayoría de ellas.
-¿Y cuántas bases quedan en el país a estas alturas? –Pregunté yo incrédulo.
-Unas veinticinco, aunque muy de vez en cuando, aún cae alguna. En personas tal vez unas treinta o treinta y cinco mil.
-¿Dice que solo quedamos Treinta o treinta y cinco mil personas de sesenta millones en España?
-No, por suerte no. Otras muchas personas decidieron quedarse en sus casas, con provisiones…como vosotros, y aún resisten hasta el día en que podamos rescatarlos. También hubo muchos pequeños pueblos, miles de ellos, distribuidos por toda la península a los que el apocalipsis ni siquiera llegó, y ahora resisten alimentándose de las provisiones o cultivos de la zona. Les puedo garantizar que aun somos unos cuantos millones dando guerra.
-¿Y ahora qué?
-Ahora si lo desean pasaran a formar  parte de la milicia. Lo cierto es que no tienen muchas opciones entre las que elegir. Si quereis comer, tendreis que trabajar.
-¿Y cuando empezamos? –pregunté yo resignándome a mi destino, fuese cual fuese.
-Chicos valientes, sí señor.
-Más bien chicos sin opciones. –Corrigió Albert.
-En cualquier caso, bienvenidos. Relajaos un par de días, se os asignara una misión próximamente. Intentaremos que sea de lo más simple posible para que os adaptéis a luchar en grupo, aunque estoy seguro que no os costará demasiado.
-Será mejor que os acompañe a vuestras habitaciones, han quedado un par de huecos libres esta mañana en una de ellas. –Dijo Héctor.
Nos levantamos después de despedirnos de Antonio Aguilera y seguimos a Héctor de nuevo, ahora hacia nuestros nuevos aposentos. Después de un par de minutos caminando llegamos a lo que antes había sido una pequeña tienda de animales ahora convertida en habitación, aun conservaba las jaulas de cristal, aunque ahora servian como almacenamiento. Estaba justo en frente del supermercado del centro comercial, pero éste estaba restringido por varios soldados custodiando la zona. Por suerte había habido una buena planificación y se había evitado que en los primeros días del apocalipsis se saqueara el centro entero.
Poco después de que ocupáramos nuestras literas aparecieron un par de chicos, un poco más jóvenes que nosotros, con solo una pequeña toalla cubriéndoles sus partes íntimas. Tenían un claro acento marcado de esos que solo se adquieren en barrios suburbiales de la ciudad.
-Vaya, tenemos compañía. Con lo bien que estábamos nosotros solos, joder ni un dia –Dijo uno de ellos.
-Más carne para esos putos zombis. –Dijo el otro, siguiendo al que claramente era el macho Alfa de su reducido grupo.
-Chicos, más vale que seáis amables con estos, tienen bastantes más huevos que vosotros así que merecen cierta consideración. –Dijo Héctor.
-Lo dudo mucho, pero bueno, eso ya se verá, ahora están en nuestro grupo.
-Estos son Jonathan y Dani. Tranquilos, parecen gilipollas, pero luego igual hasta les pilláis cariño.
-puf... –Dijo Dani con desdén.
-Bueno chicos, otros asuntos requieren mi atención, haced vida normal, cuando haya alguna novedad con los vuestro ya os informaran.
Héctor abandonó la estancia y nos quedamos solos con nuestros nuevos compañeros de habitación. No tuvieron que pasar ni dos minutos de charla hasta comprobar, que no solo parecían sino que además, eran gilipollas. Lo cierto es que después de lo ocurrido en los meses anteriores, hacer migas con un par de cretinos integrales era una de las cosas que menos ilusión me hacía. Sin prestar demasiada atención a sus fanfarronadas cogimos las toallas que había en nuestras literas y nos dirigimos a darnos una breve ducha de agua caliente. Las duchas estaban repletas de soldados y milicianos sucios y sudorosos, algunos incluso teñían el agua de rojo a causa de la sangre de sus compañeros caídos horas antes. Eran fáciles de identificar ya que además de la sangre, eran los únicos que miraban fijamente al suelo sin pronunciar una sola palabra, seguramente recordando la reciente, aunque nada sorprendente tragedia.
Separadas por un biombo se encontraban las duchas de las mujeres, sin duda mucho menos numerosas que las de los hombres. La mayoría eran militares, pero otras parecían haberse alistado en la milicia después del apocalipsis, seguramente al haber perdido todo lo que les quedaba como el resto de nosotros.
Terminada la ducha, volvimos de nuevo a la habitación, por suerte esta vez, los paletos se habían ido a dar una vuelta. El día había sido largo y desalentador, así que decidimos conciliar el sueño y dormir todo lo que pudiéramos.

Capítulo Decimotercero: Huyendo de nuevo


Cruzamos parte del fantasmagórico parque abandonado intentando buscar una salida, pero las verjas eran muy altas o la caída era prácticamente mortal. Además, de noche con las linternas nos encontrarían enseguida, y sin ellas seriamos presa fácil de algún zombi perdido por el bosque. Lo único que podíamos hacer era escondernos en algún lugar del parque y salir al amanecer. En la aterradora oscuridad, parecía haber cientos de ojos siguiendo nuestros pasos, y el crujido de las agarrotadas atracciones a causa del fuerte viento que soplaba, no ayudaba a calmar la situación.
-¿Y bien, donde quieres esconderte? –Preguntó Albert.
-En el castillo embrujado.
-¿No se te ocurre nada mejor?
-¡Serás marica! Elijo el castillo porque tiene escaleras y por lo que sabemos los zombis no pueden subirlas, es de los sitios más seguros del parque. Además, si esos capullos nos encuentran dentro podremos huir por detrás, era mi atracción favorita de niño y me la conozco bien.
-Bueno como quieras pero con cuidado.
Llegamos hasta los enormes peldaños que daban acceso al interior del castillo y comenzamos a subirlos. Cuando el parque estaba abierto al público, los escalones se movían de arriba abajo dificultando seriamente la subida, pero ahora, sin corriente eléctrica permanecían inmóviles como los de cualquier otra escalera. Teniendo en cuenta lo cargados que íbamos era cosa de agradecer. Llegamos hasta arriba pero la puerta estaba cerrada, como era de esperar.
-¿Y ahora, genio? –Preguntó Albert.
Di un par de pasos atrás para coger carrerilla, me impulsé y golpeé con el hombro la puerta echándola abajo.
-Son puertas de una atracción genio ¿no esperarías que se hicieran con madera maciza, verdad? –Le dije mientras me incorporaba del suelo.
Albert sonrojado no dijo nada y se coló dentro de la oscura atracción mientras yo colocaba improvisadamente la puerta. Si subían las escaleras se darían cuenta de que la puerta había sido forzada, pero desde abajo no podrían notar la diferencia. Encendimos las linternas y conmigo a la cabeza cruzamos buena parte del castillo.
-Lo recordaba más tétrico. –Dijo Albert.
-Tal vez es porque la última vez que vinimos teníamos once años.
Continuamos hasta un pequeño tobogán metálico que daba a la planta de abajo.
-¡Venga baja gallina! –Le dije mientras le propinaba un leve empujón para tirarlo rampa abajo.
Justo al llegar abajo, Albert produjo un grito de angustia seguido de un par de enérgicos improperios. Cuando iluminé el tobogán para ver lo que fuera que allí hubiera, pude observar rastros de lo que parecía ser sangre reseca sobre el frío metal de la rampa. Armándome de coraje y con sentimientos de culpabilidad bajé la rampa de un impulso. Justo antes de golpearme con Albert, me impulsé saltando torpemente por encima de él y tumbando a las dos sombrías criaturas que allí había. La linterna salió disparada y acabó iluminando una esquina de la sala. De repente, yo me encontraba intentando escapar de las dos bestias mientras Albert tiraba de la pierna de una de ellas sin demasiado éxito.
-¡La linterna! –Grité yo.
Albert dejó la pierna del zombi, cogió la linterna y enfocó la situación. Antes de que pudiera darme cuenta, uno de ellos estiró de mi brazo con fuerza y clavó sus dientes sobre mi chaqueta. Un dolor mucho más intenso que el provocado por el perdigón que ahora tenía alojado en la espinilla recorrió mi brazo hasta llegar al cerebro y le informó de que con casi toda seguridad había sido infectado. El pánico entonces se apoderó de todo mi ser y comencé a tirar con fuerza de mis miembros para zafarme de las garras de aquellos malditos infectados a la vez que les propinaba patadas y empujones. Después de unos más que angustiosos segundos, conseguí liberarme de uno de ellos. La linterna se movía de un lado para otro y no podía distinguir a Albert que se encontraba al otro lado de la luz. De repente un cañón apareció de la oscuridad y disparó iluminando la sala con un fugaz destello rojizo. Mi brazo quedó liberado al instante y retrocedí arrastrándome por el suelo hasta topar de nuevo con la rampa del tobogán. Al parecer Albert había conseguido volarle la tapa de los sesos a uno de ellos y el otro se incorporaba con dificultad en la otra punta de la pequeña estancia. Antes de que Albert pudiera disparar una segunda vez, me incorporé poniéndome entre él y el infectado, desenvainé la katana y la introduje con furia a través del ojo del maldito engendro mientras gritaba delirante y temeroso. Cuando cayó al suelo extraje la katana de su cuenca ocular, la limpié con sus raídas ropas y la envainé de nuevo.
-Alumbra aquí por favor. –Le dije a Albert estremecido y asustado.
-¿Te han mordido? –Preguntó él preocupado.
-Ahora lo sabremos, ¡alumbra de una puta vez! –Le dije mientras me sacaba la chaqueta y estiraba el brazo.
Había claras señales de un mordisco en mi brazo, pero por suerte los dientes del zombi no habían conseguido atravesar las protecciones de espuma del antebrazo y ahora un morado sustituía a una infección garantizada. Me senté en el suelo, respiré profundamente  y me sentí como si volviera a nacer.
El par de cadáveres descansaban a menos de un metro de nosotros, eran un chico joven y alto al que le faltaba medio cráneo gracias al disparo a bocajarro de Albert, y una chica rubia con el pelo alborotado y enmarañado, teñido en parte de rojo por la sangre ahora sin el ojo izquierdo.
-Joder que susto me has dado. –Dijo Albert intentando tranquilizar su pulso.
-Siento haberte asustado. –Le dije cínicamente.
-¿Quién coño eran estos y que cojones hacían aquí?
-Deja que te los presente. El chico zombi al que has disparado en el cráneo es Cristian, y la chica rubia guapa sin ojo es Marta.
-¿Como lo sabes?
 -Alguien los tiró por la rampa una vez infectados, seguramente fueron esos tarados. Los escondieron aquí, eso quiere decir que por aquí abajo la salida está bloqueada, tenemos que volver sobre nuestros pasos.
-¿Y cómo subimos de nuevo el tobogán?
-Lo que más me preocupa es cuándo llegaran aquellos cabrones, sin duda habrán oído el disparo y ahora vendrán hacia aquí.
-No creo que se arriesguen a salir de su refugio para matar a un par de chicos.
-Créeme, cuando volví a por el arco ya se disponían a saltar la valla para perseguirnos. Habrá que emboscarles.
Me tumbé sobre el tobogán y Albert escaló por encima de mí para colocar sus pies sobre mis hombros, pero justo antes de conseguirlo, varios sonidos se escucharon en la entrada de la atracción.
-No hay tiempo, escondámonos detrás del tobogán. –Dijo Albert mientras bajaba de nuevo.
A los pocos segundos las voces se hicieron más fuertes y por fin aparecieron los tres hombres sobre nuestras cabezas.
-Iluminad la zona, hay que encontrarlos. –dijo el cura encolerizado.
-¡Y matarlos, si alguien se entera de lo que ha pasado aquí se nos va a caer el pelo! –Respondió Carlos aún más perturbado.
-Parece ser que ahí están los dos chavales que tiramos aquí abajo, se los han debido cargar.-Señaló Alfredo.
-No pueden estar muy lejos, la salida está bloqueada con cadenas, tienen que estar un poco más adelante. –Argumentó el padre Isaac.
-Pues ves a buscarlos. –Le recriminó Alfredo.
-Yo soy el que se inventó toda esta farsa y no voy a mancharme ¿qué aspecto daría un cura con la sotana empapada de sangre?
-Tú no eres cura.
-Pero eso solo lo sabemos nosotros tres. –Respondió el recién descubierto farsante.
-¡Yo me quedo con el de la chaqueta de moto, me ha dejado la cara hecha un Cristo! –Respondió Carlos.
Los dos se tiraron por el tobogán a regañadientes mientras el falso cura se quedaba arriba. Antes de que dieran un paso más, les di el alto.
-Como os mováis un pelo os mato aquí mismo. –Dije yo dispuesto a cumplir mi amenaza.
Mientras yo apuntaba a Carlos, Albert apuntaba a Alfredo.
-No tendréis agallas. –Respondió Carlos amenazante.
-Si no quieres comprobarlo haz lo que te diga, deja la escopeta en el suelo y apártala de tu lado, y tú haz lo mismo.
Cuando los dos se dispusieron a dejar las armas en el suelo, Alfredo se giró bruscamente con la intención de encañonar a Albert. Con un acto reflejo, disparé la escopeta contra su pecho y lo envié con el impacto a la otra punta de la habitación. Cuando Carlos se percató de lo sucedido, intentó hacer lo mismo que su amigo, y esta vez Albert, le disparó en la cabeza.
El falso padre Isaac viendo lo ocurrido, se dio media vuelta y corrió como un poseso hacia la salida. Los dos hombres yacían tendidos en el suelo, y la habitación estaba completamente moteada de salpicaduras y cuajarones de sangre y sesos. Albert comenzó a vomitar y yo no tarde en seguirle. Después de unos segundos, conseguimos tranquilizarnos.
-Acabo de matar a un hombre, bueno a dos pero uno de ellos ya estaba muerto, el otro sin embargo… –Dijo Albert en shock.
-Sé a lo que te refieres, es mucho más duro matar a un hombre que a un zombi. –dije yo.
-Sí.
-No pienses mucho, no nos quedó otro remedio, tendremos que aprender a vivir con ello el resto de nuestras vidas que confío no será mucho tiempo si nos quedamos en esta montaña.
-¿Quien coño serian estos tíos realmente? –Preguntó Albert.
-No lo sé, pero si el tal Isaac era cura yo soy el mismísimo papa.
Recogimos la munición de las escopetas, y nos marchamos de allí después de conseguir remontar el tobogán. Salimos del parque con cuidado por si el padre impostor seguía por ahí fuera acechándonos, pero no dimos con él durante todo el camino de vuelta. Empezaba a amanecer y era más fácil buscar una salida del parque. Encontramos una pequeña soga y la atamos a una de las barandillas. Bajamos por ella torpemente y accedimos al exterior del parque, rodeado por cientos de metros de bosque y caminamos campo a través durante un buen rato. Después de todo lo sucedido, incluso en un mundo azotado por la muerte, ese tranquilo paseo a través de los árboles nos calmó un poco.
Después de unas cuantas extenuantes horas caminando por el linde de la ciudad, sin toparnos con ninguna de esas criaturas, conseguimos llegar a las afueras. Allí los atascos parecían menos abundantes, y aunque había varios coches aparcados en los arcenes, se había formado un carril en medio de la carretera perfecto para viajar con coche.
-¿Qué te parece si cogemos un coche? –Me preguntó Albert.
-No sabemos cuándo se puede acabar el camino, posiblemente solo sea casualidad. No parece haber nadie controlando el tráfico, Además podría haber algunas de esas criaturas cerca, entre los coches.
-Por aquí tardaremos siglos en llegar a la base.
-Si es que todavía sigue en pie.
-Ya te lo dije, lo miré justo antes de que se perdiera la conexión a la red y los post decían que era un lugar seguro.
-Ya, pero ha pasado bastante desde entonces, esperemos que realmente esté en pie, porque no tenemos un plan B.
De pronto un murmullo lejano se escuchó detrás de nosotros. Era el sonido inconfundible de un motor de gasolina, junto con algunos disparos, que contrastaban con todo el apacible silencio que parecía haber en la zona. Era un pick-up de color azul oscuro que se acercaba en nuestra dirección por mitad del carril de la Ronda del litoral. Albert alzó la mano pero antes de que se fijaran en nosotros, me agazapé y tiré de él con fuerza para que hiciera lo mismo.
-¿Qué narices haces? –Me susurró enfadado.
-Por lo que sabemos están armados, y no sabemos si son buenos o malos. No sabemos cómo están las cosas por aquí, tal vez los supervivientes que queden se hayan convertido en asesinos potenciales.
-…Tal vez tengas razón…continuemos. –Respondió él pensándolo fríamente.
Proseguimos la marcha una hora más cuando de nuevo volvimos a escuchar un sonido acercándose. De nuevo era un vehículo, pero esta vez, paró a nuestra altura sin que apenas nos diera tiempo a agazaparnos.
-¡Para! creo que he visto a un par de ellos, deja que vaya a liquidarlos. –Dijo uno de ellos.
-Llévate a Julio contigo, tal vez haya más. –Dijo el que parecía el cabecilla.
Antes de que dijeran algo más salí de mi escondrijo envalentonado y apunté a uno de ellos, después de propinarle un golpe de tacón Albert salió también del escondite.
-Creo que no vais a liquidar a nadie, marchaos por donde habeis venido y todos continuaremos con nuestras vidas de mierda. –Dije yo alterado.
A pocos metros de nosotros pendiente abajo, había media docena de hombres mirándonos con cara de póker, montados sobre un pick-up de la misma marca y modelo que el que había pasado hacia un rato, pero éste de color blanco adornado con algunas salpicaduras de sangre reseca granate.
-¡Si son supervivientes! –Exclamó uno de ellos.
-Sí, ¿y vosotros quienes sois? –Preguntó Albert intentando mediar en el conflicto.
-¿Es que acaso no lo veis? –Dijo el que iba como copiloto golpeando con la mano un símbolo dibujado en la puerta.
-Pues lo cierto es que no. –Dije yo cada vez más cabreado y asustado.
-Chicos, no sé donde habéis estado estos últimos meses, pero desde luego no por aquí. Somos parte de la milicia.
Albert y yo nos miramos extrañados sin bajar las armas.
-¿Quién creéis que ha retirado todos los coches del carril principal?
-Bajad las armas y acercaros, parece que necesitáis que os lo expliquemos desde el principio. –Dijo de nuevo el que parecía estar al mando.
-¿Por qué queríais matarnos? –Pregunté yo aún escéptico.
-Pensábamos que erais zombis, no podíamos imaginar a dos supervivientes paseando tranquilamente por aquí, vaya par de chalados estáis hechos.
-¡Anda, montad! –Dijo otro.
Bajamos las armas reticentes y nos acercamos al vehículo con precaución. Cuando llegamos, un par de hombres nos ayudaron a subir a la parte trasera y proseguimos la marcha junto a ellos. Parecían gente amigable aunque la experiencia jugaba en nuestra contra. Después del suceso del cura y los feligreses no podíamos permitirnos meter la pata de nuevo.
-¿Y qué narices estáis haciendo por aquí? –Preguntó uno de ellos impaciente.
-Hemos… hemos escapado de nuestro refugio. –Respondí yo midiendo las palabras.
-No nos quedaba comida y estábamos sitiados dentro. –Prosiguió Albert más confiado.
-¿Dónde os dirigíais? –Preguntó el copiloto con un grito.
-A la base civil de Barcelona, si es que aún está en pie. –Respondí yo con otro grito para que me oyera.
Durante unos segundos, todo el mundo permaneció callado.
-Lo siento chico, esa base hace semanas que cayó. Nosotros nos dirigimos a la base militar de la B.H.S.U.
-¿Que la base a caído? –Preguntó Albert consternado. – ¿Cómo ha podido ser?
-Como pasa siempre, un infectado se coló y el caos se apoderó de la base en pocas horas. Los pocos supervivientes que quedaron, y con pocos quiero decir menos de los que se pueden contar con los dedos de una mano, se escondieron en la base de la B.H.S.U.
-Eso es terrible, ¿cuántos sois en la base? –Pregunté.
-Entre quinientos y seiscientos. –Respondió uno de ellos. –Pero cada día ese número decrece.
-¿Por qué?- Preguntó Albert.
-¿Por qué? Pues porque cada misión es una ruleta, estas misiones suicidas casi siempre terminan con varias bajas. Pero no hay más remedio. Hay que conseguir comida, hay que facilitar las cosas a los posibles supervivientes como vosotros para que lleguen, hay que luchar. –Voceó el tipo sentado en el asiento del copiloto.
-No lo tengáis en cuenta, está cabreado, como todos nosotros, hoy hemos perdido a un par de compañeros. Aunque al final lo superas, nunca te acabas de acostumbrar. Cuando lleguemos a la base os responderán a todas las preguntas, no os preocupéis. –Dijo uno de los chicos sentados detrás con nosotros.

lunes, 3 de junio de 2013

Capítulo Duodécimo: Algo más que fe


Después de una semana de convivencia, aún no nos hacíamos a nuestros nuevos compañeros de refugio. Dedicaban casi la totalidad del día a rezar para que el apocalipsis se terminara, y aunque nos habían invitado varias veces a unirnos a ellos, nosotros habíamos rehusado. Si de algo estábamos seguros, era de que Dios no iba a bajar del cielo a purificar a los zombis y convertirlos de nuevo en personas. Me preocupaba seriamente tener que vivir allí el resto de los días que me quedaban, que según los cálculos del párroco eran más o menos un año si no encontrábamos más comida.
Desde que habíamos llegado aún no habíamos salido a fuera ni una sola vez, así que le propuse a Albert dar un paseo. El exterior de la iglesia daba acceso a un enorme patio de piedra rojiza cercado por una resistente verja de hierro. Las vistas eran realmente espectaculares, se podía ver Barcelona al completo. Por desgracia, no parecía tener el mismo aspecto de meses atrás. Varias columnas de humo negro se levantaban en distintos puntos de la ciudad. Seguimos caminando hasta acercarnos a algo que llamo nuestro interés. Un pequeño telescopio azul anclado al suelo ofrecía la posibilidad de poder disfrutar de una visión más cercana de la ciudad por el módico precio de un euro.
-Albert, dime que tienes una moneda. –Le dije mientras nos acercábamos al aparato con ganas de echar un ojo.
-Pues lo siento pero no, tal y como están las cosas no pensé que un euro nos sirviera de algo.
Por suerte, al parecer alguno de los feligreses había abierto el cajón donde iban las monedas y había dejado un euro para cuando alguien quisiera mirar. Cogí la moneda, la introduje en la ranura y la óptica se abrió. Aunque de lejos no se podía apreciar con claridad, kilómetros y kilómetros de coches abandonados atascaban las principales vías de la ciudad, y congregaciones de lo que parecían ser centenares de esos bichos deambulaban sin rumbo allí abajo. El telescopio también daba una visión nítida y cercana del parque de atracciones que se encontraba a nuestros pies. Por allí no parecía haber ni rastro de infección, seguramente como había predicho, se había cerrado varios días antes del apocalipsis, lo que no llegaba a entender era porque el cura nos había asegurado que allí había “impíos” como él los llamaba. Después de que los dos echáramos un vistazo por el aparato, continuamos caminando. Nuestra visita termino en una pequeña construcción de piedra adaptada como tienda de souvenirs. Nos acercamos y miramos al oscuro interior cuando de pronto, David, un muchacho de unos ocho años que vivía con su madre nos sorprendió por la espalda.
-Es peligroso estar cerca –Nos advirtió el niño.
-¿Cerca de donde David? –Pregunté yo.
-De esa tienda, el padre Isaac no nos deja acercarnos.
-Vaya, no nos había dicho nada ¿Qué hay? –Proseguí intentando socavar algo de información.
-Mi papá. –Respondió él contundente.
-¿Dices que tu papá está aquí? –preguntó Albert atónito.
-Sí, se puso malo un día porque uno de esos impíos le mordió y…
-¡David, deberías estar rezando con tu madre! –Interrumpió bruscamente el Padre Isaac.
-Lo siento Padre.
El niño se alejo de nosotros como alma que lleva el diablo y desapareció de la escena. Sin pelos en la lengua Albert se dirigió al párroco.
-¿Es cierto que tienen a un infectado ahí dentro?
-Así que el muchacho se ha ido de la lengua. Bueno tarde o temprano debíais saberlo.
Sacó un manojo de llaves del bolsillo y rebuscó en él mientras se acercaba a nosotros. Metió una de las llaves en la cerradura,  giró el pomo y nos invitó a pasar. Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la penumbra, pudimos ver una imagen espeluznante acompañada de un olor cuanto menos repulsivo. En medio de la tienda, atado y amordazado a una silla de madera, permanecía sentado un infectado.
-¿Se puede saber que cojones hace este infectado encerrado? –Gritó Albert aterrado.
-¡Vigila esa lengua en la casa del señor, joven! –Le recriminó el cura.
-¡Precisamente porque es la casa del señor no debería haber ninguna de estas criaturas! –Exclamé yo incrédulo.
-Antes de convertirse en un impío era uno de nuestros feligreses. Estoy intentando curarle desde entonces, no puedo abandonarle, era un buen hombre y algún día Dios me dará la razón. Estoy haciendo grandes progresos con él.
 -¿Y cómo supuestamente piensa curarlo? –Dijo Albert más tranquilo.
-Con agua bendita por supuesto, y rezando por su alma, llevamos semanas haciéndolo constantemente. Si vosotros dos os unierais a nosotros tal vez los progresos serian más palpables.
-¿Así que por eso rezan todo el día?, Padre Isaac, no creo que Dios tenga nada que ver en todo esto. –Dije yo intentando que entrara en razón.
 -¡Dios está en todas partes muchacho!–Gritó él enfurecido.
-Está bien Padre no se altere, ¿podría explicarnos como se infectó? –Preguntó Albert intentando apaciguar la situación.
-¡Defendiendo a su mujer, a su hijo y al resto de nosotros como un buen cristiano!
-¿De qué manera? –Pregunté yo.
-La segunda semana del apocalipsis, llegaron un par de docenas de pecadores a nuestras puertas, tal vez Dios nos puso a prueba para que pudiéramos ver de primera mano de lo que era capaz. Jaime aquí presente, junto a Carlos y Alfredo nos defendieron al resto de esas criaturas, pero por desgracia una de ellas le alcanzó con un bocado en el brazo. Poco después cogió fiebre, entró en coma y falleció, hasta que como Cristo, resucitó. Debía ser una señal, la maldad que corría en sus venas no era suya, sino del demonio. Lo encerramos para que en su locura transitoria no pudiera hacer daño a nadie, ese es el porqué de que esté aquí.
-Está bien padre, lo comprendemos. –Dije dándole la razón a la vez que hacia un gesto a Albert para que me siguiera el juego.
-Si padre, es lo único que podía hacer. –Respondió Albert respaldándome.
-Gracias hijos míos, es un gran alivio que lo comprendáis. No parecéis ser como esos necios de Cristian y Marta.
-¿Quiénes son esos dos? Nunca he oído hablar de ellos. –Pregunté yo intentando sonsacar más información de nuevo.
-Ni lo haréis, prometí no volver a hablar del tema.
-Tranquilo padre, no hace falta que diga nada. –Dijo Albert.
-Ahora hijos salgamos de aquí, es hora de mi misa diurna.
Dejamos al infectado en la pequeña tienda y volvimos a dentro. La cosa no podía quedar así, Todo aquello resultaba cada vez más extraño y aterrador. Como una maldita peli mala de terror. Esa misma tarde fuimos a preguntar al pequeño David si sabía algo de aquellos nombres. No hizo falta tirarle demasiado de la lengua para que hablara.
-Eran una pareja que llegó más o menos hará un mes. Cristian era simpático, estaba casado con una chica pero ella se había convertido en una impía. Vino con Marta, una amiga suya escapando de los “impíos” que les perseguian. El padre Isaac los invitó a quedarse hasta que un buen día les cogieron haciendo cosas.
-¿Qué cosas? –Preguntó Albert intrigado.
El niño esbozo una sonrisa traviesa y siguió hablando.
-¡Cosas de mayores!
-¿Y qué les paso? –Pregunté expectante.
-El padre Isaac se enfadó mucho, decía que esas cosas no se podían hacer en la casa del señor, que por cosas como estas había llegado el apocalipsis. Ellos se disculparon pero el padre Isaac quería que pasaran la prueba de Dios.
-¿Y cuál era la prueba? – Volví a preguntar absorto.
-Los llevaron con mi padre, decían que él tenía poderes para juzgar a los pecadores. Después no los volví a ver.
El relato del niño nos dejó a los dos sobrecogidos, sin saber que pensar. Si bien era cierto que el relato parecía imposible, el niño lo había contado como si tal cosa. Pasamos el resto del día disimulando después de hacerle prometer al pequeño que no hablaría de nuestra conversación con nadie. Una vez en el cobijo de nuestra habitación, y vigilando de que nadie nos sorprendiera, pusimos las cartas sobre la mesa.
-Albert, debemos salir de aquí.
-Lo sé, pero tienen todas nuestras armas, y sin ellas no llegaremos muy lejos.
-Eso déjamelo a mí, creo que sé donde las tienen, necesito que tú te ocupes de coger algunas latas de comida y un poco de agua, no llegaremos muy lejos sin ellas.
-¿Cuando quieres salir? –Preguntó Albert convencido.
-Saldremos ahora mismo. No he aguantado tres meses después de haberlo perdido todo para que ahora venga un cura chiflado a arruinarlo, seguiremos buscando refugio, este es demasiado peligroso, una semana más y acabaran por lavarnos el cerebro. Este padre se ha aprovechado del miedo de la gente para domarlos a placer, no voy a permitir que me pase lo mismo.
-Supongo que da igual hoy que mañana. –Respondió Albert tolerante.
-Saldremos en una hora, cuando todos se duerman. Ten cuidado, temo que si nos descubren acabemos como los famosos Cristian y Marta.
Todos parecían haberse dormido y en el pasillo no se escuchaba un alma, era hora de movernos. Mientras Albert se quedaba en la cocina a coger provisiones, yo me dirigí al despacho del padre Isaac. Durante toda nuestra estancia, era el único sitio en el que no habíamos estado y por tanto, el único en el que podían estar guardadas las armas. Empujé la puerta de madera pero estaba cerrada, como era de esperar. Respiré hondo y pensé en las posibilidades. Debía revisar la puerta y encontrar los puntos débiles. Con unas ganzúas y algo de experiencia no me hubiera costado ni medio minuto abrirla, pero en ese momento no disponía ni de una cosa ni de la otra. La única solución era desanclarla de los pernos que la sujetaban a la pared. Utilicé una pequeña navaja que llevaba en uno de los bolsillos de la chaqueta y comencé a desenroscar los tornillos. El proceso fue bastante lento, pero después de casi diez minutos y un par de cortes superficiales en los dedos, conseguí desencajar la puerta sin despertar a nadie. Entré  por el pequeño hueco que había quedado y revisé rápidamente la estancia con una linterna. Escondidas en un armario, encontré las dos armas y además un revolver de cañón corto cargado con seis balas. Me cargué las dos armas a la espalda, me metí el revólver en la chaqueta y salí de la sala nuevamente. Fuera, tres sombras esperaban bloqueando mi único camino de huida, era el padre Isaac acompañado de sus dos perros guardianes armados con escopetas.
-Parece ser que Dios nos ha vuelto a poner a prueba… será mejor que sueltes las arma, muchacho. –Dijo el cura.
Antes de que ninguno de los otros dos se pronunciara encendí la linterna y les enfoqué a la cara.
-Es usted padre, siento haberle despertado es que no podía dormir.
-Y has decidido asaltar mi despacho para relajarte, ¿verdad?
-¡Apaga esa linterna o lo lamentarás! –Dijo Carlos.
-¡No en la casa del señor a menos que sea totalmente necesario!- Le recriminó el cura.
-Oh, lo siento enseguida la apago.
-¡No has oído, deja la armas y apaga la linterna! –Gritó furioso Alfredo.
Con ese grito con toda seguridad había conseguido despertar a la mayoría de feligreses y alertar a Albert de que algo no iba bien.
-Está bien ya las dejo.
Me agaché y depuse el fusil y la escopeta en el suelo mientras continuaba enfocándoles con la linterna.
-Veis, ya está.
Al tiempo que me levantaba de nuevo, saqué el revólver del bolsillo de la chaqueta y apunté a la cabeza del padre sin que ninguno de los tres se diera cuenta aún cegados por la luz. Entonces apagué la linterna. Mientras ellos volvían a acostumbrarse a la oscuridad, aproveché para coger al cura del brazo, darle la vuelta, y apuntarle con la pistola en la sien. Cuando las retinas de los dos individuos se acostumbraron a la penumbra, se dieron cuenta de lo que acababa de suceder. El primero en pronunciar palabra fue el cura.
-¿Hijo mío, supongo que no querrás matar a un siervo del señor en su propia casa?
-Yo también lo supongo padre, pero así son las cosas, es usted o yo por lo que parece.
-No íbamos a hacerte daño muchacho, no somos esa clase de hombres. –Dijo Alfredo.
-No, sois del tipo de hombres que matan a dos personas por haber hechado un polvo en una iglesia.
-¿Co…como sabes eso? –Preguntó el padre Isaac.
-Eso no importa, y ahora vosotros dos descargad las armas y dejadlas en el suelo.
-¡Obedeced! –Dijo el cura muerto de miedo.
-Vaya padre, parece que no tiene prisa por encontrarse con el Creador, ¿eh?
-No a manos de un cabrón como tú. –Respondió él.
-Lo que usted diga, ahora coja mis armas muy lentamente y pásemelas.
El párroco obedeció sin rechistar mientras mi nuevo revolver le apuntaba a la cabeza. Me cargué de nuevo las armas a la espalda y salí de allí dejando atrás a los dos hombres con el cura como rehén. Algunos de los feligreses comenzaron a asomarse por la habitación, pero al encontrarse de frente con el cañón de mi nuevo revolver volvieron atrás. No quería hacerles daño, pero tampoco quería que ellos me lo hicieran a mí. Después de un par de minutos conseguí dar con Albert en la cripta.
-¿Qué coño haces Eric? –Me preguntó Albert alarmado al ver la escena.
-Improviso.
-Pues haber como improvisas esto, las puertas están cerradas y no tenemos llaves para abrirlas. –Dijo Albert visiblemente asustado.
-Padre, las llaves.
-Hijo mío no las tengo, están en el despacho.
-Albert regístrale, no me fío.
Albert empezó a registrar el cuerpo del cura con cierto pudor hasta que llegaron sus dos escoltas armados con las escopetas acompañados de buena parte de los feligreses.
-Vaya, no pensaba estar aquí cuando aparecieran; Albert, colócate detrás de mí. -El pecho me estaba a punto de estallar y estaba seguro que hasta el cura notaria mis latidos en su espalda.
-Chico, suelta al padre Isaac o lo lamentarás. –Dijo Carlos hecho una bestia.
-Suéltalo, vais a meteros en un problema muy serio. –Gritaba uno de los feligreses.
-Chavales del demonio, no sois bien recibidos en la casa del señor. –Decía una anciana.
-Dejad que el pastor vuelva con su rebaño. –Gritaba otra.
-Este rebaño se va a quedar sin pastor a menos que nos deis la llave de la puerta, nos marcharemos y os dejaremos en paz.
-Alfredo hijo mío, ve a buscar la llave a mi despacho. –Dijo el cura temiendo lo que pudiera pasar.
Alfredo se marchó corriendo y volvió al cabo de un par de minutos con el gran manojo de llaves en las manos.
-Déjalas en el suelo y empújalas con el pie hacia aquí.
El hombre obedeció y Albert recogió las llaves. Se acercó a la cerradura y después de unos cuantos intentos dio con la correcta.
-Os arrepentiréis de ésta, cabrones. –Me susurró el cura al oído justo antes de lanzarlo contra sus feligreses de un empujón para facilitar nuestra huida.
Después de que los dos cruzáramos al otro lado, cerré la puerta con llave y lancé el manojo por encima de la cripta hasta las escaleras de la iglesia. No podía dejarlos encerrados allí para siempre, pero tampoco iba a arriesgarme a que vinieran detrás nuestro. Tarde o temprano encontrarían las llaves, pero para entonces ya estaríamos muy lejos, o eso pensaba.
Corrimos hacia el coche lo más rápido que pudimos, por suerte seguía aparcado en el mismo sitio donde lo habíamos dejado una semana atrás. Busqué las llaves en la chaqueta y apreté el mando desbloqueando todas las cerraduras del coche. Albert abrió la puerta, pero justo antes de introducir su mochila dentro, un disparo destrozó en mil pedazos el cristal del maletero. Inmediatamente los dos nos dimos la vuelta y comprobamos de donde procedía. Era Alfredo, que había conseguido salir y estaba disparándonos. Otro nuevo disparo, que esta vez destrozó uno de los retrovisores, nos alerto de que Carlos había empezado a disparar también. Detrás de él se encontraba el padre Isaac. Sin duda habían logrado salir gracias a otra llave, posiblemente escondida en el atuendo del cura.
-¡Pensaba que habías registrado bien al cura! –Le dije mientras nos escondíamos detrás del coche.
-¡Y yo pensaba que habías desarmado a esos capullos! –Me recriminó Albert.
-¡Touché!
-¿Cómo vamos a salir con el coche por ahí?
-No lo haremos, el coche está destrozado. Te voy a cubrir con el revólver, quiero que cojas todo y pases al otro lado de la valla, y que sea rápido solo tengo seis balas.
-¿Y tú?
-Iré después de ti, tranquilo, no voy a hacerme el héroe muriendo acribillado. ¿Listo?
-¡Sí!
-¡Ahora!
Mientras yo salía de mi cobertura, Albert se subió al coche y lanzó todas nuestras pertenencias por encima de la valla. Cuando consiguió cruzar al otro lado, a mí tan solo me quedaba una bala. Subí al capó a toda prisa, apunté hacia su dirección y disparé. Justo después de escuchar mi último disparo, los dos tipejos salieron de su protección y dispararon con todo lo que les quedaba hacia el coche. De repente, mientras saltaba la valla para descender al otro lado, sentí un pinchazo en la espinilla. Caí al suelo y me miré la pierna mientras Albert sostenía el rifle sobre el capó del coche y comenzaba a disparar.
-¿Estás bien? –Me preguntó él preocupado.
-¡Joder, me ha alcanzado un perdigón!
-¿Puedes caminar?
-Más me vale o estoy muerto.
Me puse en pie lo más rápido que pude, me colgué la mochila de la espalda y toqué el hombro de Albert para indicarle que estaba listo para marcharnos. Se cargó el arma y la mochila a la espalda también y salimos de la escena adentrándonos en el parque.
-Es la primera vez que disparo un arma. –Dijo Albert.
-Pues bienvenido al club. Tranquilo con nuestra puntería no creo que hayamos matado a nadie… ¡joder!
-¿Qué? –Preguntó alarmado.
-Espera aquí.
Volví sobre mis pasos, desenfundé la escopeta y la apoyé en el coche como había hecho Albert anteriormente. Metí la mano a través de la reja dentro del coche. Entre los cristales rotos alcancé el arco que había olvidado allí el primer día y las flechas, y los cargué a mi espalda. Para entonces los dos toscos hombres corrían hacia el coche sin percatarse de que había vuelto a buscar algo. Cuando Carlos se dio cuenta, alzó su arma y comenzó a disparar. Con un acto reflejo apreté el gatillo y disparé los dos cartuchos hacia aquellos tipos. Alfredo que aún estaba cargando su escopeta, cayó al suelo. No podía esperar a ver si lo había liquidado, sólo cogí la escopeta y volví de nuevo a marcharme del lugar.
-¿Que hacías? –Preguntó Albert expectante.
-Si no queremos llamar la atención, el arco será mucho más práctico.
-Vale y ahora salgamos de aquí.

Capítulo undécimo: Adiós hogar, ¡Adiós!



Un fuerte crujido de madera me despertó de la siesta pasado el medio día. Eran ellos, habían llegado. Me levanté de la cama de un salto y avisé a Albert, que ya se estaba vistiendo.
-Es hora de irnos, ¿no? –Me dijo él.
Volví a mi habitación y me enfundé el traje que tenía preparado de la otra vez; la chaqueta de moto, los tejanos, las botas y el casco. Bajé las escaleras detrás de Albert, cogimos las mochilas y las armas que teníamos preparadas y las cargamos en el coche. Era hora de abandonar el que había sido mi hogar durante toda la vida de forma prácticamente definitiva. Encendí el motor y Albert abrió la puerta de acceso al parking con cuidado. Atravesé el gran portón y Albert lo cerró de nuevo. Varios zombis expectantes nos esperaban detrás de las pequeñas puertas secundarias de entrada, eran las únicas que nos separaban de una muerte segura. Antes de que más de esos seres se congregaran fuera, aceleré al máximo y las arranqué de la pared llevándome al par de zombis detrás de ellas. Esquivamos el pequeño utilitario azul que bloqueaba parte del camino y continuamos nuestra acalorada huida. Llevábamos apenas un par de minutos cuando Albert me hizo parar.
-¡Frena!
Mi pie reaccionó y presionó el pedal izquierdo.
-¿Qué coño pasa ahora?
-Creo que he visto a alguien.
-Sí, creo que yo también, ¡estamos rodeados de ellos, se llaman zombis!
-No, quiero decir que me ha parecido ver a alguien vivo, da marcha atrás.
Retrocedí un par de metros con el coche y echamos un vistazo a una de las ventanas. Había una niña mirando impasible desde ella y no parecía estar infectada. Enseguida apareció detrás de ella una sombra y cerró las cortinas.
-Parece que no quieren venir.
-Deben estar asustados, no podemos dejarles aquí.
-¿Bromeas? Ojalá yo pudiera quedarme con ellos, si están aquí deben tener alimento. Los que estamos jodidos somos nosotros, ¡y ahora larguémonos antes de atraer a más zombis a la zona y ponerlos en peligro!
Aceleré nuevamente y proseguimos nuestro camino. Esa familia estaba más segura sin nosotros que con nosotros. De todas formas, me alivió pensar que no éramos los dos únicos supervivientes de la zona.
-¿Está bien, y ahora para donde narices vamos? –Pregunté sin saber muy bien cuál era el plan.
-No tenemos muchas opciones, yo intentaría llegar a la base civil de Barcelona.
-Es muy arriesgado, podía estar arrasada, ¡seguramente lleve semanas arrasada!
- ¿Y si no, se te ocurre algún otro sitio seguro? Habia pensado en perdernos por la montaña, pero un solo zombi podria acabar con nosotros si nos descuidaramos un instante.
-La verdad es que no creo que haya demasiados ya. Está bien, probaremos suerte, pero tendremos que ir por rutas secundarias y caminos de tierra, la autopista estará intransitable.
Nos pusimos en marcha y dejamos atrás la desolada urbanización y la entrada del peaje que daba acceso a la autopista. Los coches abandonados bloqueaban las vías de salida y unos cuantos zombis deambulaban o reptaban entre éstos de forma parsimoniosa. Llegamos al centro del pueblo y subimos por una pequeña callejuela que conducía a un descuidado camino de tierra. El espectáculo por aquella zona no era mucho mejor; un edificio de pocas plantas había ardido hasta los cimientos y se había colapsado semanas atrás, coches desvalijados y siniestrados ocupaban los arcenes de las calles y más de medio bosque cercano al pueblo había ardido dejando tan solo los esqueletos oscurecidos de los arboles.
Por suerte conocíamos bien esos caminos porque cuando éramos más jóvenes casi todos los domingos solíamos salir a pasear con nuestras motos de montaña. Después de poco más de diez minutos conseguimos bordear el pueblo de al lado paralelos a la autopista, parecía ser bastante seguro pese a tener a cientos de zombis a menos de cincuenta metros. Un pequeño montículo separaba nuestro camino de la autopista, y aunque un humano no hubiera tenido problemas en subirlo escalando, los zombis no parecían tener una psicomotricidad tan avanzada.
-¿Y donde dices que está esa base? –Le pregunté aún escéptico.
-Cerca de la base militar de la B.H.S.U.
-¿Y donde narices está la base de la B.H.S.U.?
-En el antiguo centro comercial Gran vía 2 de Hospitalet por lo que tengo entendido. ¿Sabrás llegar?
-Ana y yo solíamos ir al cine casi todos los viernes allí, descuida, sabré llegar.
Después de tres agotadoras horas de polvorientos caminos estrechos dimos con una carretera de dos direcciones perfectamente asfaltada aunque abandonada a su suerte como el resto. Calculábamos que nos encontrábamos en la zona alta de Barcelona, por lo que bajar al centro de la ciudad no iba a ser una buena idea. Continuamos carretera arriba hasta dar con un reflectante cartel blanco. Si las indicaciones eran correctas, nos encontrábamos a menos de dos kilómetros del antiguo parque de atracciones del Tibidabo.
-Tal vez podríamos pasar allí la noche, empieza a atardecer.- Le dije a Albert.
-¿Crees que es una buena idea entrar en un parque de atracciones lúgubre y abandonado?
-Hombre, visto así pues no apetece, pero si está cerrado como supongo desde los primeros días de la infección debería ser un sitio seguro. Desde luego quedarse en este camino al aire libre no es una opción. Vamos, si lo vemos seguro entramos y si no nos largamos, así de simple.
-Está bien, probemos. –Dijo Albert a regañadientes.
Subimos la escarpada carretera hasta llegar a la cima. Además del parque de atracciones, la cima estaba culminada por una espectacular iglesia de piedra blanca adornada con la estatua de un Cristo abierto de manos en el tejado de ésta.
-Dónde estás ahora ¿eh? –Le pregunté con retórica desde el coche a la enorme estatua.
El parque estaba cerrado a cal y canto, una verja de sólidos barrotes se levantaba delante de nosotros. Bajé del coche y me acerqué con cuidado. Di un par de golpes con la empuñadura del rifle a los barrotes para comprobar que no quedaba nadie dentro y volví al coche. Esperamos más de veinte minutos, para entonces casi había anochecido por completo. Acercamos el coche a los barrotes y subimos encima de éste para poder atravesarlos con facilidad. Antes de que Albert pudiera cruzar al otro lado, un fuerte crujido metálico sonó a nuestras espaldas. De repente, un par de robustos hombres armados con escopetas de caza bajaron las escaleras de piedra que conducían al templo.
-¡Por aquí! –Susurró uno de ellos.
Todavía atónitos y sin pensarlo, bajamos del coche, cogimos nuestras escasas pertenencias y les seguimos. Subimos la escalinata y llegamos a una majestuosa cripta que precedía a la iglesia. Un hombre vestido con sotana nos esperaba al otro lado de la puerta junto a los dos individuos.
-¡Hijos míos, venid a refugiaros a la casa del señor! –Dijo el cura, con un susurro un tanto fantasmagórico dado la situación.
-¡Bueno, parece que te ha escuchado! –Dijo Albert sonriente refiriéndose a mi anterior comentario dirigido a la estatua de piedra.
Atravesamos las gruesas puertas de acero y entramos a la cripta. Era una sala repleta de columnas de áspera piedra con capiteles decorados y varias pinturas y relieves que adornaban las paredes con motivos religiosos. También había varios bancos de madera ahora vacíos.
-¿Sólo están ustedes aquí?- Preguntó Albert cortésmente.
-Antes de responder a vuestras preguntas debemos haceros nosotros algunas. –Respondió tajantemente uno de los corpulentos individuos.
-Me parece bien. –Dije yo intentándoles seguir el juego.
-¿Qué hacéis aquí? –Preguntó el otro tipo.
-Salimos de nuestro refugio esta mañana y dimos con la carretera del parque, pensamos que sería de los sitios más seguros para pasar la noche.-Dije yo.
-Pues os hubierais equivocado, hay varios impíos dentro. –Dijo el cura.
-¿impíos? –Preguntó Albert asombrado.
-Infectados.- Matizó uno de los escoltas.
-Debéis ser buenas personas si Dios no os ha castigado aún, está bien, podéis acceder a la iglesia. –Señaló el cura.
-Por cierto, antes de proseguir deberéis deponer las armas. –Dijo el escolta de su derecha.
-Claro, no hay ningún problema. –Expresé yo agradecido por vivir un día más.
Después de cederles nuestras armas, seguimos por un pasillo que accedía directamente a la iglesia. Los techos de ésta eran mucho más altos y la decoración mucho más sobria. La piedra era diferente también, más blanca y trabajada. El púlpito de oscuro mármol cubierto por una sábana blanca se situaba en el centro de la estancia y delante de éste había varios bancos de madera, éstos, con varias personas sentadas en ellos.
-Parecéis sorprendidos hijos míos. –Dijo el cura.
-No había visto a tanta gente junta desde antes de que todo se torciera. –Dije asombrado.
-Éste es mi rebaño, nos refugiamos aquí cuando el infierno invadió la Tierra. –Prosiguió el párroco.
-¿Y cómo pueden sobrevivir? –Preguntó Albert extrañado.
-El templo dispone de un pozo de agua que nos proporciona un suministro independiente, y gracias a las donaciones de nuestros feligreses hemos podido almacenar comida para por lo menos un año.  “Dios proveerá a los nobles de espíritu y puros de corazón”.
-En realidad padre, no somos muy devotos. –Respondí yo.
-Los caminos del señor son inescrutables. Él tiene un plan para cada uno, si os ha enviado a nosotros debe haber un motivo.
-¿Somos los únicos que hemos llegado hasta aquí?
-Hay respuestas que aún no estáis preparados para conocer, cuando estéis listos os lo haré saber. Permitidme que me presente, yo soy el padre Isaac y mis dos protectores son Carlos y Alfredo. Ahora vayamos  a conocer a los demás miembros del rebaño.
Caminamos hasta los bancos más cercanos al púlpito y allí conocimos al resto de los supervivientes. Todos sin excepción llevaban una cruz colgada del cuello. Uno de los dos robustos hombres que habían acompañado al párroco durante toda la visita nos ofreció un par de ellas para que nos las pusiéramos al cuello. Nos las colocamos sin hacer preguntas, después de todo, cualquier cosa era mejor que estar rodeados de zombis  –o eso pensábamos entonces-. Nuestras cruces estaban talladas en madera y la mía llevaba una pequeña y sospechosa mancha granate oscuro en la parte trasera. Después de eso, el cura y los dos hombres nos hicieron una pequeña ruta guiada por el interior de la iglesia. Al llegar a la cocina, decidimos hacer un alto.
-¿Disculpe, pero no hemos comido nada en todo el día, sería tan amable de darnos algo? –preguntó Albert.
-Tranquilo muchacho, pronto cenaremos. Sigamos la visita… –Respondió el párroco, concluyente.
Después de la cocina nos dirigimos a los dormitorios. Al parecer cada familia tenía una estancia para ella sola. A nosotros nos cedieron una habitación con dos camas muy cercana al del resto pero sin estar pegada a ellas. Dejamos las mochilas y seguimos hasta los baños. Una ducha no nos iba a venir nada mal. Desde que se fuera el suministro de agua en mi casa había tenido que apañarme con toallitas húmedas para mi higiene personal y a juzgar por mí olor corporal dejaban mucho que desear. Después de toda la visita turística nos dejaron a nuestras anchas. Volvimos al baño, nos dimos una ducha y nos cambiamos de ropa. Era un alivio no tener que llevar los guantes y la chaqueta de moto todo el rato. Una de las feligresas se acercó a nuestra habitación y nos informó de que la cena estaba servida. Había una gran mesa de madera que presidía el párroco, como de costumbre se sentaban al lado de éste sus dos guardaespaldas, Carlos y Alfredo y después el resto de la gente. Saludamos a todos los allí presentes y tomamos asiento. Antes de que Albert pudiera alcanzar un poco de ensalada, el párroco nos invitó a bendecir la mesa.
-Albert, adelante, bendice la mesa. –Le dije yo intentando escurrir el bulto.
-Estás seguro que no quieres hacerlo tú. –Respondió él nervioso.
-Sí, seguro, adelante bendice, bendice…
-Está bien. Gracias señor por los alimentos que vamos a tomar, bendice a esta gente para que no le ocurra nada y líbranos del mal que nos acecha en estos días extraños, amén.
-Amén. –Repitió el resto de la gente al unísono.
Por fin podíamos probar bocado. La mesa estaba formada sobre todo por comida precocinada, aunque también había algún guiso hecho sin duda de diversas latas de conservas combinadas. La cena terminó entre preguntas indiscretas y silencios incómodos y todos nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones.
-¿Qué opinas de este sitio? –Preguntó Albert pensativo mientras se metía en su cama.
-La verdad es que me dan escalofríos. Esto parece un maldito pueblo Amish. No sabía que por esta zona hubiera gente tan devota. –Respondí fríamente.
-Creo que el apocalipsis nos ha cambiado un poco a todos. Tal vez Dios sea el último refugio de la raza humana.
-Pues si eso es lo mejor que le queda al mundo, será mejor que nos den por el culo a todos.
-¡Amén hermano! – Exclamó Albert en tono de burla.
-Por cierto me ha sorprendido gratamente tu bendición en la mesa.
-He improvisado, como en las películas.
- ¿Y lo del parque de atracciones? ¿Crees que debe haber zombis dentro?
-La verdad es que yo por si acaso no pienso entr… (Pasos y ruidos detrás de la puerta) ¿Has oído eso?
-Sí, voy a mirar.
Me levanté de la cama y me dirigí a la puerta con decisión, abrí súbitamente para sorprender a quien estuviera detrás, pero allí ya no había nadie.
-¿Y bien? –Preguntó Albert acobardado.
-Aquí no hay nadie, tal vez haya sido alguno de esos críos. Será mejor que intentemos dormir.

Capítulo décimo: Nada dura para siempre


Dos semanas, eso es todo lo que duraron las lamentosas provisiones que había encontrado en casa de los japoneses; y por si fuera poco no había podido contactar con Albert en los últimos dos días. Estaba harto de la espera, empezaba a sufrir de claustrofobia crónica pero aún así no me planteaba salir fuera. Había visto de lo que esas criaturas eran capaces, parecían lentas pero cuando tenían una presa a su alcance no dudaban en lanzarse al vacío para atraparla. Me tumbé en el sofá y miré al techo; eso es todo lo que podía hacer, esperar. Después de veinte minutos de pasmosa apatía el walkie sonó al fin.
-¿Me recibes? ¡Necesito tu ayuda, por el amor de Dios que lo tenga encendido!
Era Albert y su voz parecía extrañamente clara.
-Sí, aquí estoy, dime. –Le dije yo nervioso.
-¡Vas a tener que abrirme!
-¿Abrirte el qué? –Le pregunté yo sin saber a qué narices se refería.
-¡¿A ti que te parece?! ¡Pues las puertas de tu casa, estoy corriendo hacia aquí! –Dijo él con una mezcla de suspiros, ironía y rabia.
-¡Joder, espero que no sea una puta broma!
-No lo es, estoy como mucho a dos minutos de allí.
La tensión volvió a surgir después de dos semanas de completa desidia y mi cuerpo comenzó a liberar adrenalina de nuevo. Respiré hondo como solía hacer y traté de urdir un plan improvisado para salvar a mi amigo de una muerte segura.
-Vale está bien, necesito que saltes la puerta de acceso al jardín de mis vecinos y subas las escaleras exteriores que van al primer piso, yo te estaré esperando allí. –Le dije mientras empezaba a bajar las escaleras.
-¿Estás seguro de eso? –Preguntó él, no muy convencido de mi plan.
-No, pero es lo mejor que se me ocurre, tú hazlo.
Después de coger el puente provisional de asedio del garaje subí hasta mi habitación golpeando todas las paredes de la casa, lo coloqué entre la barandilla y la cornisa, y crucé al otro lado. Para entonces Albert ya saltaba por encima de la pequeña puerta de acceso alertando a todos los zombis de la zona y comenzaba a subir las escaleras que separaban la primera planta de la altura de la calle. Cuando por fin llegué a las escaleras que daban acceso a la primera planta, unos golpes comenzaron a sonar en el otro lado.
-¡Ábreme de una puta vez! – Gritaba mi acojonado amigo.
-Voy, pero cállate o de poco servirá que te abra – Le susurraba yo desde el otro lado al tiempo que giraba la maneta.
-¡Ya, es fácil decirlo, como tú no estás en este lado! –Me recriminó él.
-¡Ups!- Exclamé yo en voz baja.
-¿Ups qué? –Preguntó él, que había conseguido oírme.
Al parecer la puerta estaba cerrada con llave y la llave probablemente estuviera en el bolsillo de mi vecino zombi vete tú a saber dónde. Rápidamente, levanté una de las persianas cercanas y abrí la ventana para que Albert pudiera saltar. Sin pensarlo dos veces se coló dentro topándose de bruces contra una enorme alfombra que allí había. Le ayudé a levantarse, cerré de nuevo la ventana y bajé la persiana al tiempo que los primeros zombis se deslizaban por la puerta de entrada al jardín subiendose unos encima de otros como si fueran un maldito grupo de fans en un concierto de Justin Beaber. Subimos al cuarto de baño y cruzamos el puente que daba acceso a mi refugio mientras decenas de blanquecinos ojos nos miraban deseosos de jugosa carne fresca. Saqué la pesada escalera de la repisa y la apoyé sobre el tejado. Lo aseguré todo y Albert se lanzó exhausto sobre mi cama.
-Vale, ahora cuéntame que cojones ha pasado.
-He tenido que salir de mi casa corriendo.- Me explicaba él entre bocanada y bocanada.
-¿Y tu madre, y tu hermano?
-¡Muertos, los dos están muertos! –Dijo él esta vez arrancando a llorar.
La tensión del momento había hecho que sustituyera las lágrimas por adrenalina, pero ahora que estaba a salvo podía permitirse llorar al fin.
-Tranquilo, tómate tu tiempo, cuando estés listo estaré abajo.
Después de casi una hora bajó, esta vez visiblemente más tranquilo.
-¿Que tal estás? –Le pregunté.
-Bien, dentro de lo que cabe, claro está. –Dijo él esbozando una leve sonrisa.
-¿Quieres contármelo?
-No lo sé, sí, tal vez hablar de ello me ayude. Verás, todo se torció con la segunda incursión de Lucas. En la primera casa en la que entramos no había nadie, todo fue muy fácil, cogimos bastante comida y nos volvimos a colar de un salto de nuevo en casa. Había comida de sobra para dos meses si la administrábamos bien, pero a las dos semanas mi hermano insistió en ir a buscar comida de nuevo. Yo me negué, alegando que tal vez en dos semanas la cosa cambiaria y no tendríamos que correr el riesgo, así que una noche decidió ir sin mi ayuda a la casa de otro vecino. Maldito niñato. Volvió de madrugada con una herida muy fea en el brazo. Yo ya sabía lo que pasaba pero mi madre no se quería hacer a la idea. En realidad ninguno de los tres tenía huevos a hacer lo que se debía. Esta mañana me he levantado entre los gritos de mi madre y los berridos de mi hermano. He bajado a su cuarto a ver qué pasaba, y he visto a mi hermano devorando a mi madre, ¡DEVORANDOLA JODER!
Sin pensarlo me he puesto a correr despavorido, he salido de casa con una mochila que tenía preparada en la puerta, y aquí estoy. Sé que ha sido una tontería, debería haberme quedado y haber matado a mi hermano, pero sabía que no iba a poder.
-Siempre has sido un blando –Le dije intentando animarle con un poco de humor negro.
-Cambiando de tema, ¿y ahora qué? –Me dijo él suspirante y aún con la cara enrojecida.
-Dímelo tú, eres el que ha corrido kilómetro y medio esquivando a esos bichos, por cierto, ¿dónde está tu arco?
-Entiende que no tuve tiempo de cogerlo… ni eso ni provisiones ni nada, solo tengo una mochila con algo de ropa y un par de linternas.
-Bueno, por armas no va a ser. He conseguido unas cuantas en mis incursiones.
-De ésta no me habías dicho nada. –Se acercó a la mesita de cristal donde estaban todas las armas expuestas y cogió la katana.
-¿Mola eh? Pues te jodes porque es para mí. Tú puedes quedarte con el pacificador, este cuchillo ensangrentado que ya se ha cobrado su primera víctima, y esta escopeta.
-Bueno gracias, supongo.
-Espero que sepas que tenemos un gran problema ahí fuera, esos cabrones nos han localizado y no tardarán en darse cuenta de que hay mejores formas de entrar en mi jardín que golpear un muro de robusta piedra. Bueno, de todas formas ya no me quedaba comida así que llevaba un par de días urdiendo un plan de fuga.
-¿Y cuál es? –Preguntó él aliviado.
-Pues aún no lo sé. Lo cierto es que las cosas están tan mal que no sé si hay alguna forma viable de salir de aquí sin que nos acaben devorando vivos.
-Debemos intentarlo, si no moriremos de hambre.
-Lo sé.